Durante toda mi infancia, hasta los comienzos de la adolescencia, veníamos a pasar las fiestas de fin de año a Santa Fe, a la casa de mis abuelos.
Salíamos de San Nicolás muy temprano, de madrugada, para que no nos agarre el calor del verano santafesino en la ruta, que era (y sigue siendo) terrible, y los autos que los Quiroga teníamos en esos años, no tenían aire acondicionado. Primero fueron dos “4L”, uno blanco que mi mamá fundió por andar sin agua, y otro que habíamos bautizado “El trueno naranja”. Luego mi viejo compró un Fiat 800, en el que viajamos hasta Mar del Plata. Después un 128 anaranjado, al que le siguió un Falcon que se aguantó todas, y llegó un Peugeot 504, y así...pero ninguno con aire.
Pero cada vez que veníamos a Santa Fe, lo que más me llamaba la atención era que a la hora de la siesta se hacía precisamente eso, dormir la siesta. Religiosamente.
Y, ¡ojo con levantarte y salir a la puerta! Porque estaba “La Solapa”.
La verdad es que no recuerdo qué clase de monstruo terrorífico se me pasaría por la cabeza, pero los más chicos le teníamos un miedo bárbaro.
Con los años, supe que La Solapa era -según las tías de la familia-, una vieja muy fea que en las tardes de mucho calor, cuando el sol lo quema todo y en los pueblos (o en el campo) nadie sale, acechaba a los chicos que se atrevían a salir de sus casas.
Los vecinos contaban en voz baja que una vez, la espantosa vieja encontró un guacho atrevido durante la siesta, y lo encantó haciéndolo caminar bien lejos de su casa. Dicen que lo atrapó y lo envolvió en los quince volados que tenía su vestido blanco y se lo llevó. Otros amigos del Quirno, mi abuelo paterno, aseguraban que La Solapa volaba y tiraba a los chicos desde las alturas; o que se metía en los montes que rodeaban al Centenario, contra el río, y dejaba a los chicos abandonados, a merced de animales y alimañas.
Lo que sí es seguro, es que La Solapa es muy alta, fea y que si alguna vez agarraba a un chico, éste jamás volvería a su casa.
“Si no vas a dormir la siesta, te va a agarrar la solapa”, me decía mi vieja. Y yo, resignaba las mejores siestas. Esas en que con mis primos queríamos salir a explorar las calles del barrio, aprovechando que los más grandes dormían y nosotros podíamos ser los dueños de todo.
Los años nos fueron enseñando que las verdaderas Solapas son otras, mucho más dañinas y voraces; y que ese momento mágico del día, como es la siesta se ha hecho para descansar. No sin antes advertirles a nuestros pequeños hijos que si no van a dormir la siesta, se los va a llevar La Solapa.