
Él, como todos los días, se sentó en aquél viejo sillón de mimbre, a esperar el amanecer. La quietud reinaba. Nada hacía prever que aquello se transformaría en una feroz maraña de sensaciones.
Con solemnidad, pero con una irrefrenable actitud liberadora, abrió lentamente su ventana, y cruzando sus largos brazos inhaló repetidas veces el aire de la mañana, que, extrañamente, no era el mismo de las largas jornadas de San Damián.
Apartando un poco el cuerpo, tomó el antiguo cajoncito y lo posó sobre sus rodillas. Ése era su secreto. Jamás había dejado que nadie lo tocara. De entre sus arruinadas ropas sacó una llave tan vieja como su historia, y con un gesto de gran tranquilidad levantó la tapa del extraño cofre. Metió su mano en él y sacó un antiguo escrito, amarillo, algo destruido por los años de espera. Rápidamente se colocó los anteojos y fue desplegando suavemente - como quien acaricia algo amado - aquella antigua redacción. Creo que no era la primera vez que lo hacía. A decir verdad, había repetido esa misma operación infinidad de veces. Pero esta era especial.
Esta era la esperada.
Ese día se había levantado mucho más temprano que de costumbre y se había bañado y preparado como si fuese a visitar a alguien que esperaba hacerlo de hace mucho tiempo, al menos es lo que sospeché al verlo ataviado con una elegantísima vestidura. Con los ademanes de un señor, volvió a enrollar el viejo manuscrito, lo colocó dentro del cajoncito y arrojó la llave por aquella ventana tan lejos como su largo y arrugado brazo le permitió hacerlo y volvió a desplomarse en su asiento. Allí estaba. Sentado. Esperando a quién sabe quién.
En un momento determinado, se paró de su sillón, dejó el cajoncito en el piso y caminó, finalmente, hacia la ventana. Allí estuvo por un instante y justo cuando el sol asomaría su primer haz de luz... en el preciso instante en el que el reino de las penumbras dejaba su trono a un resplandeciente y vencedor astro rey, desapareció, dejando detrás de sí solamente sus vestiduras y el viejo cajón.
Nunca nadie, jamás, reclamó su presencia.
Ni siquiera supieron de su desaparición. Un día, alguien abrió el cajoncito y graciosamente lo mostró a los pobladores de la aldea.
En el antiguo pergamino, en un idioma extraño y olvidado de las tradiciones - se supo – se narraba la cíclica vida, muerte y resurrección de un demonio ancestral, tan antiguo como el mismísimo Dios.
Nadie dio importancia al hallazgo y quedó olvidado en algún rincón oscuro del tiempo.
No había tiempo para brujerías, como lo llamaban.
Estaban demasiado atentos con el recién llegado.
Un hermoso bebé, concebido luego de un breve y extraño embarazo...
GJQ - 1993
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